Claudia Rodríguez León
Fotos tomadas de la Internet
La noticia de su muerte fue como aquella pedrada cerca
de su ojo derecho y que dejó una cicatriz imperecedera, en nosotros, como las obras
que fueron plasmadas a través de esa visión desafiante y única de las formas y
los colores en cualquier superficie que tocaran sus manos.
Tenía poco más de
ocho años y venía acompañado de sus padres, en medio de un reclamo, para
castigar al culpable que (avergonzado) no se atrevió a mirar el rostro menudo
del amigo _convertido en víctima de su proyectil_, cuando apenas se iniciaba la
Guerra del Guancomeco: una contienda que llevó a la muchachada del barrio,
hembras y varones, a la absurda división territorial de las calles por causa
del derribo de los papalotes.
A partir de entonces no solo se reconoció su valor
personal para no denunciar al también amigo de la escuela, sino que sembró un enorme árbol de amistad entre ambos y con el resto de los integrantes de
todos los bandos. Así multiplicó el orgullo que sentíamos por conocerlo, y que se extendió en raíces cada vez más profundas durante todos
estos años.
Vicente trascendía en cada obra y su sencillez era el sello
indiscutible de aquel chico que aun sangrante por la pedrada tuvo el valor de
perdonar a su amigo, una persona excepcional y a quien, también, aprecio entrañablemente.
Hace unas horas que hablamos por teléfono, mi amigo y yo,
en relación con la muerte física de Vicente. Me explicaba la consternación que le
produjo la noticia que tampoco me atreví a creer cuando la escuché en el
noticiero de la televisión cubana. Me pidió escribir unas líneas en su nombre.
No hacía falta, yo las había necesitado plasmar. Me habló de su reciente viaje a un país sudamericano, de sus escalada a una alta montaña y lo imaginé, como siempre, temerario, capaz de hacer esos viajes en el tiempo para convertir la visión de lo conocido en lo que para muchos resulta complejo y desconocido en su obra pictórica.
Tampoco pude darle el último adiós,
junto a su familia, ni evitar el por qué vinieron en avalancha todos los
recuerdos de nuestra infancia cuando pude ver, por vez primera, a Juan Vicente
Rodríguez Bonachea, el amigo que se marchó, esta vez, con ese rastro de bondad
en su mirada y en medio de ese silencio inadmisible que nos marca, para siempre, a todos.